La lucha de la ciencia por encontrar la fórmula que permita la preservación de la vida física ha sido infructuosa. Tanto ricos como pobres, blancos o negros, hombres o mujeres, niños o adultos, han tenido que pasar por ese proceso que a primera vista pareciera ser un error de la naturaleza. Sin embargo, la sabiduría de Dios es tan grande, que es cuestión de desentrañarla.
Todos los seres humanos sin distinción, quiérase o no, tendremos que pasar
por esa experiencia; la diferencia estriba en “¿cuándo y cómo?”.
En esta oportunidad nos enfocaremos más en los que se “quedan”, que en quienes
supuestamente “se van para siempre”.
Los procesos desencarnatorios, empleando el léxico espírita, generan
estados psicológicos, cuando no se saben superar, que afectan la salud de la
persona y las relaciones con los demás. No se puede negar que ello provoca un
impacto que puede ser pasajero o duradero, máxime en desencarnaciones
imprevistas e inesperadas. Las repercusiones están, entre otros motivos, en
función de variables como lo son: la comprensión de la vida, el tipo de
convicciones de carácter espiritual, la
fortaleza emocional, etc.
El psiquiatra británico John Bowlby, a través de las investigaciones
realizadas estableció, según su teoría
clásica, que existen etapas de duelo por las que atraviesa una persona ante
la pérdida de un ser querido. Esta teoría, fue reconsiderada por la reconocida
psiquiatra Elizabeth Kübler Ross nacida en Suiza, quien propuso 5 etapas, las
cuales se presentan a continuación y que, según ella afirma, no necesariamente
se manifiestan en el mismo orden:
“1) Negación y aislamiento: la negación nos
permite amortiguar el dolor ante una noticia inesperada e impresionante;
permite recobrarse. Es una defensa provisoria y pronto será sustituida por una
aceptación parcial: "no podemos
mirar al sol todo el tiempo".
2) Ira: la negación es sustituida por la rabia, la envidia
y el resentimiento; surgen todos los por qué. Es una fase difícil de afrontar
para los padres y todos los que los rodean; esto se debe a que la ira se
desplaza en todas direcciones, aún injustamente. Suelen quejarse por todo; todo
les viene mal y es criticable. Luego pueden responder con dolor y lágrimas,
culpa o vergüenza. La familia y quienes los rodean no deben tomar esta ira como
algo personal para no reaccionar en consecuencia con más ira, lo que fomentará
la conducta hostil del doliente.
3) Pacto: ante la dificultad de afrontar la difícil
realidad, mas el enojo con la gente y con Dios, surge la fase de intentar
llegar a un acuerdo para intentar superar la traumática vivencia.
4) Depresión: cuando no se puede seguir negando la persona
se debilita, adelgaza, aparecen otros síntomas y se verá invadida por una
profunda tristeza. Es un estado, en general, temporario y preparatorio para la
aceptación de la realidad en el que es contraproducente intentar animar al
doliente y sugerirle mirar las cosas por el lado positivo: esto es, a menudo,
una expresión de las propias necesidades, que son ajenas al doliente. Esto
significaría que no debería pensar en su duelo y sería absurdo decirle que no
esté triste. Si se le permite expresar su dolor, le será más fácil la
aceptación final y estará agradecido de que se lo acepte sin decirle
constantemente que no esté triste. Es una etapa en la que se necesita mucha
comunicación verbal, se tiene mucho para compartir. Tal vez se transmite más acariciando
la mano o simplemente permaneciendo en silencio a su lado. Son momentos en los
que la excesiva intervención de los que lo rodean para animarlo, le
dificultarán su proceso de duelo. Una de las cosas que causan mayor turbación
en los padres es la discrepancia entre sus deseos y disposición y lo que
esperan de ellos quienes los rodean.
5) Aceptación: quien ha pasado por las etapas anteriores en
las que pudo expresar sus sentimientos -su envidia por los que no sufren este
dolor, la ira, la bronca por la pérdida del hijo y la depresión- contemplará el
próximo devenir con más tranquilidad. No hay que confundirse y creer que la
aceptación es una etapa feliz: en un principio está casi desprovista de
sentimientos. Comienza a sentirse una cierta paz, se puede estar bien solo o
acompañado, no se tiene tanta necesidad de hablar del propio dolor... la vida
se va imponiendo.
Esperanza: es la que sostiene y
da fortaleza al pensar que se puede estar mejor y se puede promover el deseo de
que todo este dolor tenga algún sentido; permite poder sentir que la vida aún
espera algo importante y trascendente de cada uno. Buscar y encontrar una
misión que cumplir es un gran estímulo que alimenta la esperanza. “
La concepción de la
vida y las convicciones espirituales:
Si se aprecia la vida
desde el punto de vista materialista, como resultado del acaso y a la persona
como un producto de funciones orgánicas, automáticamente pensamos en la llamada
muerte como el fin del cuerpo y por consecuencia de quien lo animaba. La angustia,
la desesperanza y ese abismal vacío que queda en la persona es muy fuerte, a
tal grado que ha generado, en muchos casos, graves desórdenes psicosomáticos.
Por otro lado, está
el caso de quienes creen en la existencia del alma y de su inmortalidad; algunos
conservan cierto grado de esperanza y fe que ha sido alimentada por su creencia.
Otros, por la misma incertidumbre o desconocimiento de lo que sucede en el “más
allá” les hace sentir un vacío y experimentar una sensación de separación
permanente.
La tercera vertiente,
es la Espiritista. En ella podemos ratificar el principio de la inmortalidad
del alma no como una creencia, sino como una realidad demostrada con hechos y
reafirmada a través de las investigaciones científicas. No sólo se demuestra la
inmortalidad como tal, sino además la posibilidad de mantener una comunicación
con quienes hemos guardado un gran afecto. Liberado el Espíritu del cuerpo, sus
percepciones adquieren mayor lucidez y la comunicación se establece sin las
limitaciones que presenta la materia.
Bajo esta
perspectiva, se pone fin al sufrimiento emocional innecesario y a la vez, se
presenta una alternativa de apoyo al espíritu que ha dejado su cuerpo; ello a
través de la elevación de pensamientos de amor y solidaridad que lo
beneficiarán grandemente.
Morir en realidad no
es más que cambiar de estado, el espíritu conserva su individualidad, sus cualidades,
deseos, sentimientos y recuerdos; y del mismo modo estos lazos afectivos que se
han formado no se rompen.
Tener la garantía de
que esos lazos de afecto trascienden los límites de la materia, es una
demostración más del amor de Dios, quien nos permite poder tener el consuelo de
reencontrarnos con los que ya partieron. ¡Cuántos han vivido con la nostalgia
de haber perdido un hijo, un hermano, un padre o un amigo! ¡Cuántos han
exteriorizado su resentimiento en contra de Dios por tales pérdidas! Pero es
ahí donde el Espiritismo surge como el elixir del alma dando consuelo y
esperanza a todos aquellos que habían perdido incluso, hasta el deseo de vivir.